Las Navidades se han convertido en una agotadora carrera de compras masivas de computadoras, teléfonos celulares, cámaras digitales, i-phone, i-pod, y algún que otro juguete de plástico entre tanta tecnología. Las principales invitadas a la fiesta son las tarjetas de crédito, que se desangran en su afán por llenar todos los vacíos existenciales. Comemos hasta el hartazgo, discutimos con qué parte de la familia pasaremos las fiestas, abrimos los regalos entre llantos de niños desbordados…y terminamos desahuciados después de la terrible maratón.
Más profundamente, cada mes de diciembre compartimos el ritual de recordar una vivencia sencilla y extraordinaria: la historia de una madre que atravesó su parto en medio de la naturaleza, entre sus cabras, sus asnos y sus bueyes, amparada por un hombre llamado José. Según algunos textos, José partió en busca de la partera pero cuando ésta llegó, Jesús ya había nacido.
La mujer al mirar la escena exclamó: “Ese niño que apenas nacido ya toma el pecho de su madre, se convertirá en un hombre que juzgará según el Amor y no según la Ley”. Esa preciosa criatura fue recibida en una atmósfera sagrada, con el calor del establo y bajo el éxtasis de la mirada amorosa de su madre.
Dos mil años más tarde aún estamos festejando el nacimiento de un niño en buenas condiciones y reverenciando el milagro de la vida. Pensándolo así, la Navidad debería ser la ocasión para rendir tributo a cada nuevo nacimiento de bebes cuidados y acariciados. Estos niños se convertirán en una generación de hombres y mujeres que traerán sabiduría y paz interior a los seres humanos. Por eso, decidamos si nos importa tanto seguir consumiendo frenéticamente alimentando la nada, o si es el momento de aportar algo de claridad, apoyo y cariño a cada mujer lista para parir, nutriendo el futuro.
Laura Gutman
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